Un cuento dentro de otro

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La niña se acercó a la cama de su abuelita, pero se detuvo al verla tan cambiada.
-Abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!
-Son para oirte mejor -dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela.
-Abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!
-Son para verte mejor -siguió el lobo
-Abuelita, el lobo dijo mal sus frases -dijo la niña dejando caer la pesada cesta que cargaba y, molesta, desanudó el lazo de su capa roja, tal vez demasiado apretado para su cuello.
– Lo lamento, niña -se excusó el lobo-, ya sabes que mi último divorcio me ha dejado mal, pero ¿qué te parece si sales, yo te hago pasar, tú te acercas y retomamos la acción?
-No funcionará -dijo la pequeña, con voz triste, mientras sentada en el suelo usaba sus dedos para dibujar flores y mariposas sobre las capas de polvo acumuladas, evidenciando la no existencia de una aspiradora, ya que su abuelita siempre era muy pulcra. -Lobo, tú siempre me dices que nuestro oficio de arquetipo es uno de los más nobles, ya que servimos como modelos ejemplificadores y que no debemos involucrar nuestros problemas personales, pero tú vives hablando de tu ex loba Mildred y ya ni te preocupas por mí.
-¿A qué te refieres?
-Antes me engatusabas y tomabas un atajo para llegar a la casa de la abuela antes que yo, ¿lo recuerdas?
-Cómo podría olvidar la cantidad de disparates que tuve que inventar, pequeña traviesa.
-Luego irrumpías en la casa de la abuela, la ocultabas en el ropero y, veloz, comprimías tu anatomía de licántropo dentro de un  camisón diseñado para una anciana talla 4, te ocultabas bajo las sábanas y aguardabas por mí, con el único propósito de devorarme, aún a sabiendas que un cazador truncaría tus planes.
-Debo admitir que nunca me agradó ese sujeto, niñita, supongo que Perrault, al momento de adaptar nuentra versión medieval, decidió incluirlo, pero su papel me parece algo forzado.
-Concuerdo, pero fueron los hermanos Grimm los que decidieron hacerlo partícipe y esa es la versión a la cual tú y yo pertenecemos.
-¿Esos no son los del pato que se creía feo?
-No, ese es de Hans Christian Andersen, pero te aseguro que al igual que ese tal Perraut, debe haberte detestado, porque eres la representación del psicópata pedófilo y asesino en serie ¡Qué desmotivante!
-Visto desde ese óptica, sí que lo es -afirmó el lobo, mientras palpaba el camisón en busca del bolsillo secreto donde guardaba su petaca de whisky-, pero es uno de los tantos gajes que todo arquetipo debe enfrentar.
-¿Acaso no notas que nuestra historia es cruel y aterradora?
-Me sorprendes, en todos los años que te conozco, nunca te había visto así. Te ofrecería un poco de whisky, pero no tienes la edad suficiente, ni el consentimiento de ningún adulto para beber alcohol, muchachita.
-Te recuerdo que fue una adulta la que involucró a esta «muchachita» en esta historia sórdida.
-Comedia de equivocaciones, mocosa, ten más cuidado.
-Lobo, tú perdiste la inspiración, asúmelo, ya ni siquiera corres.
-Son mis meniscos, Mildred siempre los sacaba a colación para referirse a lo viejo que estoy.
-¡Me importa nada tu Mildred, ella solo existe en nuestra imaginación! -exclamó la pequeña, con rabia en los ojos-. Ahora, cada vez que llego a la casa de la abuela tengo que inventar un pretexto para que acceda a ocultarse en el ropero y, exhausta, en cuanto te siento llegar, salgo por la puerta trasera, espero mientras te preparas y vuelvo a entrar fingiendo sorpresa, para que así ambos podamos repetir la misma monserga de siempre.
-No sé qué decirte…
-Lobo, dejemos de ser arquetipos y huyamos -dijo la niña, recuperando el entusiasmo y la alegría que la caracterizaban-, basta de representar la historia de una niña incauta que traba conversación con un desconocido y seamos libres. Tú no eres un lobo feroz, eres mi mejor amigo y te quiero.
El lobo la miró con ternura, pero no respondió. Era imposible no encariñarse con esa pequeña, que por generaciones, haciendo uso de su condición de niña, se adentrara por el bosque, despojada de todo prejuicio y que, al conocerlo, no viera maldad en él. Dio un último sorbo de su petaca y, silencioso, esperó que alguien a lo lejos abriera las tapas que los contenían.
«Había una vez una adorable niña que era querida por todo aquél que la conociera, pero sobre todo por su abuelita, que una vez le regaló una pequeña caperuza de color rojo», leyó una voz femenina a siglos de distancia.
-¿Escaparemos?
-No -murmuró el lobo-, no se puede cambiar lo que esta escrito.

Divagaciones de un Gato

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He hecho uso de mis siete vidas caminando sobre infinitos tejados, en busca de respuestas, pero ni siquiera la Luna, que entiende el lenguaje de mis maullidos, ha podido ayudarme a resolver el misterio que envuelve a las personas. Así es, soy un gato y como todos los gatos, los perros o cualquier especie sobre y bajo la tierra, no consigo entenderlas. Quizás, su misterio radica en su contradictorio afán de mantenerse unidas, pero separadas por barreras, no como nosotros, que lo mismo nos da si somos angoras, siameses o callejeros y que nos reconocemos el uno en la mirada del otro, respetamos nuestros respectivos territorios y hacemos las paces después de reñir para obtenerlos. Las personas también son territoriales, pero no siempre hacen las paces y se aíslan alzando muros entre ellos, como si olvidaran que se necesitan entre sí. Sin embargo, después de cualquier suceso catastrófico, sea o no sea provocado por ellos, sus barreras se vuelven invisibles y el que esta de pie, le extiende su mano al caído, aunque levantarlo le cueste la vida. En momentos así, los admiro intensamente, porque sanan sus heridas como si fueran hermanos; sin embargo, su misterio persiste, ya que después de sostenerse, se sueltan y se olvidan. Así es, las personas son un misterio, un enigma milenario y universal que, teniendo ante sus propios ojos la llave para abrir la puerta de entrada a un mundo sublime, prefieren no usarla para permanecer dentro de un mundo cercado por fronteras. Su solidaridad no debiera ser ocasional y surgir solo en momentos de tragedia, ni mucho menos debiera estar sujeta a horarios, privilegios o costos monetarios, sino que debiera ser natural como el aire que respiran, pero del que no son dueños. Tal vez piensen que verse a sí mismos como uno más, les arrebate su categoría de seres únicos e individuales, pero todos lo somos, incluso yo, que soy un gato cualquiera, intentado resolver el mutuo misterio que nos atrae, haciendo uso de mis siete vidas y conversado con la Luna.

Carta escrita con tinta azul

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Papás, no se enojen conmigo, ustedes me exigen respeto y dicen que debo ganármelo, pero no sé cómo puedo darles el respeto que ustedes me enseñan. Si a veces, no tomo en cuenta lo que me dicen y llego más tarde de lo acordado, o si no soy tan cuidadosa con sus miniaturas de cristal, no piensen que es para faltarles el respeto, sino porque soy distraída y que ese respeto, del cual tanto me hablan para exigírmelo, al igual que los sentimientos, no es obligatorio, ya que nadie puede obligar a una persona a amar a otra. Papás, con esto no quiero decir que no los ame, porque los amo y los amaré siempre, sin que nadie me lo pida, me obligue o me lo prohiba, pero quiero que comprendan que los tiempos han cambiado y que los hijos, antes sumisos y obedientes, ahora cuestionan y piden razones. Papás, antes de enojarse conmigo porque, accidentalmente, rompí una de sus miniaturas de cristal, relean esta pequeña carta y recuerden las palabras que siempre me dicen: el respeto no se impone, el respeto se gana a través del respeto .

Invitación para participar en Textos Solidarios

Invitación para participar en Textos Solidarios

El destrío

Textos solidarios es un proyecto que pretende reunir escritos de naturaleza solidaria para formar con ellos un libro, publicarlo y donar todos los ingresos a médicos sin fronteras.

Este mensaje no es un premio: es algo mejor. Si te han mencionado en una invitación se debe a que alguien cree en tu valía como escritor y como persona, y piensa que podrías querer colaborar en un proyecto de este tipo, escribiendo un cuento, relato o poesía para nuestro libro o contribuyendo a su difusión. No, esto no es una cadena absurda de nominaciones donde al final ni siquiera existe el premio. Tienes toda la información aquí.

Si te gusta la idea de nuestro proyecto, la primera y mejor forma de colaborar es copiar esta invitación en tu blog, respetando la imagen destacada y este bloque de texto, y contestar a las preguntas del cuestionario, que incluyen citar a quien te ha…

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☆Bingo Award☆

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Los sucesos que pretendo contar a continuación se dieron de forma tan vertiginosa, que si mi memoria no fuera como una manta de patchwork y cosiera mis recuerdos como retazos para mantenerlos unidos, ya los habría olvidado. Puede parecer absurdo, pero recordar a un recuerdo, no es fácil y éste, es uno que deseo conservar. Todo comenzó cuando envejecí. El mundo daba por olvidada a mi generación y el día que cumplí 95 años, supe que era el momento de hacer mis maletas, despedirme de los parientes, no así de mis amigos y largarme para recluirme junto a los amigos de los que no me despedí, porque en cuanto abrí la puerta de la residencia para ancianos, me estaban esperando para darme la bienvenida. Fue un reencuentro grato y emotivo, evocamos nuestras locuras juveniles y un sinfín de anécdotas, como cuando perdí un concurso de baile por torcerme un tobillo y el juez me descalificó por enojón. Pasadas las risas, me pusieron al tanto sobre las actividades recreativas del lugar, de las cuales todas, excepto el bingo, me interesaron. Eso de rellenar un cartón, en pos de un set de vasos de plástico no me atraía para nada, pero mis amigos, intercambiando miradas de complicidad, insistieron en que una vez me enterara del premio, cambiaría de opinión. Por respeto a ellos, acepté su invitación para jugar al bingo y ese sábado por la noche y con mi opinión sin cambiar en lo más mínimo, de pronto un hombre que irradiaba vitalidad, irrumpió de la nada, junto a una muchacha que supuse era su asistente. Él sonrió y mientras la joven, que, en efecto era su asistente, nos repartía los cartones con sus respectivas fichas, el destello de su envidiable dentadura iluminó el salón, hasta transformarla en una discoteca de los ’70, El piso, otrora de parquet, ahora era un sinfín de patrones lumínicos, y una inmensa bola de espejos reemplazó al tubo fluorescente instalado en el techo. Sentí una oleada de adrenalina cuando, en medio de una música que me fascinaba, mencionó el premio y con el corazón a mil, me desplomé víctima de un desmayo o de un paro cardiaco. Desperté segundos después, creyendo que todo había un sueño o que había muerto, pero no era así, y mientras el hombre se aprestaba a tomar el micrófono para cantar los números que, uno tras uno, su asistente fuera extrayendo de la tómbola, murmuré:

-Vaya bingo, el locutor parece galán hollywoodense y el premio desafía toda lógica.

Pero mis amigos me hicieron callar, expectantes por oír el primer número. Los observé apretar las mandíbulas y las manos con las que sostenían sus fichas, como si fueran pilotos de Fórmula Uno y no un grupo de vejetes, presurosos por rellenar un cartón de bingo. Intenté ponerme en sintonía y fingiendo apretar la mandíbula, me ajusté las gafas y esperé. La tómbola giró y el primer número extraído fue el 11, lo marqué, el segundo fue el 7, también lo marqué y el tercero, cuarto, quinto y sexto, también los marqué. Era increíble, esa tómbola arrojaba todos los números que necesitaba para completar mi cartón, y cada vez que ponía una ficha, exclamaba un sí o un yeah, avivado por mis amigos que aplaudían mi posible victoria, pero el entusiasmo se convirtió en suspenso cuando estaba a un número de completar mi cartón. Rogando para que la tómbola arrojara un 72, cerré los ojos y mientras apretaba no solo mis mandíbulas, sino el cuerpo entero, escuché la melódica voz del moderador decir mi número y al instante puse la ficha, me levanté y eufórico, levantando ambos brazos, grité biiiiingo. Quién no lo haría, el premio era tener 21 años durante 12 horas y reevaluando mi opinión sobre el bingo, tomé de la mano a la joven asistente y al son de la música de Fiebre de sábado por la noche, sin torcerme un tobillo ni ser descalificado por nadie, bailé con ella durante toda la noche, siendo uno de los mejores retazos del patchwork de mi memoria.

Esperanza ancestral

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Toda una carrera evolutiva tirada por la borda, ¿de qué nos sirvió aprender a caminar erguidos, desarrollar habilidades manuales, descubrir el fuego, ser creativos, plasmar nuestras vidas a través de pinturas rupestres, pensar, comunicarnos, imponernos sobre las bestias, si un hombre, que representa la involución del pensamiento sensato, es electo líder?
-¿ugh auh?
-No te preocupes, eso sucederá en el futuro y nosotros solo lo conoceremos a través de las protectoras vidrieras del Smithsoniano, ya que, a esas alturas, ambos seremos un par de fósiles expuestos al público como ejemplo de la evolución humana.
-auh uga uga
-Tienes razón, no es primera vez que cometen el mismo error, vaya líderes que han elegido, lo admito, pero me preocupa la vida que les espera a nuestros hijos y a los hijos de sus hijos.
-¡uuuhga mmmg!
-Lo sé, debo abocarme a cosas más prácticas y dejar de  estresarme por sucesos aún no acontecidos, pero me desmotiva pensar que no seremos tan sabios y que las verdaderas bestias, serán los hijos de nuestros hijos.
-uhh uga uhgm
-¿Esperanza? Sí, amor mío, no nos queda más que esperar.

Simonetta

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Vivimos dentro de la galería Uffizi, en la hermosa ciudad de Florencia, Italia, recibimos centenas de visitas y no somos una persona, sino la representación de la diosa del amor y de la belleza, inmortalizadas en el cuadro «El nacimiento de Venus» del maestro Sandro Botticelli, pintado en el año 1484 o 1485. Tal vez los que han leído sobre la creación del lienzo estén al tanto de la fecha exacta, porque, a pesar de nuestro aspecto lozano, tenemos siglos de existencia y nuestra memoria no es la misma de antes. Sin embargo, aún recordamos muchas cosas y nunca dejamos de aprender, ya que, aunque no conversemos con nadie, nos agrada escuchar detalles sobre nosotras. Una de las primeras cosas que aprendimos fue que existen otras Venus, pero que de todas, somos una de las más bellas, y que somos consideradas una de las mejores obras pictóricas renacentistas. También nos enteramos que nuestro cuello es más largo que el de cualquier persona, incluso que el de Simonetta, pero que no fue pintado así por error, sino para ajustar las proporciones a la inclinación de nuestro rostro o, más bien, al rostro de Simonetta que, según un visitante, vivió solo 23 años. Pobre Simonetta, ella ni siquiera vivió medio siglo y yo he vivido tantos… Desde aquel instante, no hay día que no piense en ella  y me refiero a mí como si fueramos dos, porque si ella me obsequió su aspecto para que, pincelada tras pincelada y sesión tras sesión, yo pudiera nacer, también me obsequió un aliento de su alma. Si tal es el caso, y espero que así sea, ella existe dentro de mí y yo a través de su aspecto, plasmadas con tanta genialidad, que ambas vivimos en la galería Uffizi, mitad persona, mitad diosa, ella la del amor y yo, la de la belleza, y que, como nuestro artífice, somos inmortales.

Muchas gracias

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Quiero agradecer las tres nominaciones que ha recibido mi blog en L&P, que de hecho, ya son un gran premio para mí. Me emociona saber que cuento con el apoyo de muchos de ustedes, pues hace tan solo 1 año, estaba sola y era como si escribiera mis relatos para ser leídos por el viento. Finalmente, la mejor retribución y el mejor de todos los premios que puede recibir una persona que escribe, es saberse leído.

 

 

Ella para siempre

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Me la encontré en una calle sin salida. En cuanto me vio, me tomó de la mano y me hizo caminar junto a ella. Era primera vez en mi vida que la veía, pero qué diablos: entre caminar solo, era preferible hacerlo acompañado, aunque como dicen por ahí, más vale estar solo, ya que a veces, me soltaba para apurar sus pasos, que eran cortos, pero rápidos y yo tenía que correr para alcanzarla, o yo la soltaba y apuraba mis trancos para dejarla atrás. Tal vez, la explicación para nuestra actitud era que la calle elegida por ella era cuesta arriba o que, simplemente, no congeniábamos, porque hasta nos cansábamos a destiempo. Cuando el que sucumbía al cansancio ero yo y jadeando, me detenía para tomar aliento, me daba un par de coscorrones o me tironeaba de la ropa para continuar, pero cuando era ella la que sucumbía, no solo tomaba aliento para continuar, sino para echarme en cara que yo era el culpable de su cansancio, que no la comprendía, que no la apoyaba, que no esto, que sí aquello, y yo, en lugar de huir, me quedaba de pie junto a ella escuchándola rabiar contra los adoquines, el asfalto, el clima o incluso contra sus zapatos, que, según ella, eran un calvario para sus pies. Furiosa, desviaba su enojo y alegaba contra un anónimo zapatero que, a kilómetros de distancia, pegaba tachas, ajustaba cordones o cambiaba una suela, totalmente ajeno a nosotros. En momentos así, cómo envidiaba a ese hombre, que no estaba fozado a caminar junto a ella y que, tranquilo, pasaba los días sumido en lo suyo, rodeado de zapatos e inhalando neoprén o cualquier sustancia volátil, propia de su oficio, que lo dopaban aislándolo del mundo entero. Entonces, mis ansias por cruzar la calle, dar vuelta una esquina o devolverme para caminar cuesta abajo, ahumentaban, pero el panorama de tener que tomar otra vía, quizás tanto o más empinada que la actual, me hacía recapacitar y tolerar a la mujer que marchaba a mi lado. Total, ya llevaba un extenso tramo subiendo esa cuesta y no estaba dispuesto a perder todo lo que había avanzado; por lo demás, había desarrollado una técnica para filtrar el sonido, y la verborrea de esa gruñona quedaba aplacada por el dulce sonido citadino y los bocinazos, trinos de pájaros, rugidos de motos, ladridos y una que otra trifulca callejera, me parecían música y, como el zapatero, me evadía inhalando smog y gases contaminantes. Qué más daba, ahora yo dirigía el trayecto y ya vislumbraba el final de la calle, lugar en el cual ambos, de mutuo acuerdo, nos separaríamos, pero al voltear para apurarla, ella no estaba. Seguramente andaba por ahí, maldiciendo a sus zapatos, y entre la encrucijada de desandar todo lo avanzado para ir a buscarla, o hacerme el desentendido y seguir sin ella, opté por seguir. Caminé media cuadra, pero por ilógico que parezca, la extrañaba; caminé otra media cuadra y me detuve. Esa cuesta nos pertenecía y juntos llegaríamos a la cima y, descendiendo, rompí mi ley del sonido para llamarla a todo pulmón, pero en cuando vi sus zapatos gastados al borde de una cuneta, pensé en ella, que con el tiempo se había gastado como ellos. Por primera vez la idea de que sus zapatos eran incómodos me pareció real y despojándome de los míos, que eran ya los de un hombre adulto, acomodé mis pies dentro de los que habían contenido a los suyos. Al instante, sentí su dolor, y una mezcla de angustia, amor y soledad se sumaron a mi dolor por haberla perdido. Recordé que habíamos emprendido subir esa calle juntos, siendo ella tan joven, y yo tan pequeño y que en más de una ocasión habíamos llorado de tanto reír, y ahora, llorando como un crío, pero no de risa, porque esa mujer había sido mi madre, secándome las lágrimas con las mangas de mi camisa, me puse de pie y sosteniendo sus zapatos como el más precioso de todos los regalos, en honor a ella, retomé la cuesta hasta llegar a la cima.