En este instante estoy en medio de una partida de ajedrez y estoy tan cansado, que a duras penas consigo recordar que mi nombre es Yin, cómo debo mover cada pieza, que el tablero consta de 64 casillas y que el ajedrez se juega entre dos personas, de la cuales yo soy una de ellas. El resto de mi vida, al igual que el color de mis piezas, está en blanco, porque, salvo este momento, nada existe para mí, y algo tan simple como esperar mi turno para ejecutar mi jugada, es un tormento. No sé si soy un principiante o un experto, ni por qué estoy acá, luchando por concentrarme en dar un jaque mate que no me interesa, pero que, por algún motivo, mientras observo a mi adversaria, deseo lograr. Es irónico, ambos somos tan contrastantes como nuestras respectivas piezas y mientras ella juega con las negras y disfruta con esta parafernalia, yo, como ya lo mencioné, juego con las blancas y detesto la pasiva complejidad que implica el ajedrez. Preferiría ser simple, lanzar los dados y depender de mi buena o mala suerte, en lugar de depender de la suma de mis acciones.
—Es tu turno —dice mi adversaria.
Despabilándome y ansioso por terminar la partida de una vez por todas, me concentro en el tablero y muevo con precisión y estrategia matemática.
—Jaque —dice mi adversaria.
Plenamente despabilado y ansioso por un tiempo extra, intento salir del jaque y muevo con desesperación y sin estrategia matemática.
—Mate —exclama mi adversaria y triunfante, en una clara demostración de afecto, se levanta y me extiende su mano.
Molesto por haber resistido una eternidad atado a una silla, solo para perder y darle la victoria a una total desconocida, para demostrar mi alta tolerancia a la frustración contengo mis ganas de patear la mesa, gruñir, gritar a todo pulmón y, poniéndome de pie, estrecho la mano que me extiende.
—Felicitaciones, eres una gran oponente —le digo con indiferencia, intentando zafarme de ella.
—Soy tu opuesto, no tu oponente —me corrige.
Con las manos entrelazadas, nos miramos fijamente.
—No logro recordar tu nombre… —murmuro confuso.
—No me sorprende -contesta-, cada vez que uno de los dos se toma la atribución de partir, sin consultarle al otro, olvida con quién se enfrenta y rompe la armonía, pero cada vez que tú y yo nos complementamos, al igual que el blanco y el negro de las 64 casillas del tablero, recordamos que nuestros nombres están unidos y no desatamos un caos. ¿O ya olvidaste que si tú eres Yin yo soy Yang, y que ambos somos parte de la misma persona?
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