El hombre de la libreta roja y negro listado

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Es un asesino, lo sé, lo noto en sus gestos, en su sonrisa, en la burla que traiciona su mirada. No conozco su nombre, pero lo identifico por su aspecto huraño y traicionero, y por la libreta roja que siempre porta entre sus manos regordetas y casi sin uñas, roídas hasta la médula, claro indicativo de un hombre nervioso. Cuando habla, lo hace con un tono bajo, con las mandíbulas apretadas por la rabia e impone su opinión como razón absoluta, y pobre de aquel que no concuerde con sus ideas, porque escribirá su nombre en su macabra lista de «odiados», una que comenzó poco antes de la muerte de su esposa, indudablemente su primera víctima, y cuya sangre tiñó su libreta de rojo. Me aterra; un néctar colmado de sadismo fue su alimento materno y ahora éste inunda su mente con sentimientos hostiles y rencorosos, sentimientos que, como todo hipócrita, ha sabido disimular, fingiendo ser lo que le acomoda ser. Algunos intuyen su maldad y lo ignoran, pero otros le tienen lástima y caen en su farsa del tipo solitario y bonachón, dulce portador de un corazón de oro… ¡oro!, cuándo lo único de oro en él es su argolla de matrimonio, que no la retira de su dedo para actuar como viudo afligido, y su tapadura dental, que relampaguea con el sol cada vez que sonríe o, más bien, cada vez que simula hacerlo. Solo yo veo su verdadera sonrisa, y ésta es un rictus desafiante y cruel, uno que esboza para referirse a él, que nació destinado para la grandeza, pero que ha tenido que conformarse con una vida pedestre, rodeado de brutos, cuyos nombres, día a día, agrega en su vil libreta junto con el método que usará para exterminarlos. Pero esta vez no se saldrá con la suya, él ignora que estoy dotado de múltiples sentidos y que puedo oler su amargura y taladrar sus pensamientos urdiéndo su próximo crimen, porque para él yo soy un pobre gato viejo y no el astuto felino que acaba de arrebatarle su negro listado incriminatorio para entregarselo a la policía.

-¿Alguien ha visto mi libreta roja?

Sonrío como solo los gatos podemos hacerlo y emito un maullido que solo otro gato entendería, pero que encantado traduciré para ustedes: ¿Quién es el bruto ahora? Lo observo mientras lo arrestan y, satisfecho, me marcho para fundirme en la oscuridad de la noche.

Alicia

Cada vez que experimento un leve bloqueo creativo, recurro a Alicia en el país de las Maravillas para preguntarle qué hacer. Ella siempre me responde:
-Creo que me volví loca, estoy viendo un conejo blanco con ropa.
Y en un abrir y cerrar de ojos, mi cabeza se llena de ideas.

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Siempre hay alguien

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Nunca faltará alguien dispuesto a romperte el corazón, a destrozarlo ante tus propios ojos como si fuese un trozo de papel gastado, a hacer un amasijo con él y arrojártelo a la cara como una bofetada o a lanzarlo al fuego para que arda como una yesca, pero tú eres fuerte, tu corazón late dignamente y nadie puede matarlo, y mientras lo recoges del suelo para sanarlo o lo rescatas de las llamas para unir sus trozos, nunca faltará otro alguien dispuesto a ofrecerte su corazón para salvar el tuyo.

Solo si deseas contar hasta tres

If I had words to make a day for you

I’d sing you a morning golden and new

I would make this day last for all time

Give you a night deep in moonshine

(Camille Saint-Saëns «El Carnaval de los Animales»)

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-Pssst, psst, tú.

-¿Me hablas a mí?

-Si, tú, la intelectual de cabello largo que mira a lontananza, vestida con una chaqueta aparentemente de gamuza, que espero sea sintética, con un bolso enorme, no voltees y escúchame.

-¿Intelectual?

-Me faltó agregar sofisticada.

-Hey, no te pases de listo conmigo; además, no creo ni media palabra de lo que dices, salvo que tengo un bolso inmenso y que miro a lontananza. Por lo demás, no pretendo voltearme ni conversar contigo.

-Capto, no hablas con desconocidos, pero yo no soy un desconocido cualquiera.

-¿Cómo dices?

-No, no me mires, haz de cuenta que no estoy acá, disimula y escúchame.

-Tienes una voz extraña, pero esta bien, te escucho.

-Pídeme un deseo.

-Lo que me faltaba, es obvio que debo estar alucinando para estar conversando contigo, pero entraré en tu juego y te pediré un deseo: quiero ver a todas mis mascotas juntas, ellas fueron mis mejores amigos y me obsequiaron los más bellos instantes de mi vida.

-Cierra los ojos y cuenta hasta tres.

Mi entorno desapareció y me encontré en un prado lleno de tréboles y flores. De pronto el sol alumbró, tiñendo todo de dorado, y mi dulce fox terrier corrió hasta mí junto a mi travieso ovejero peludo; después mi gato, llamado Gato, raudo, bajó de un árbol y trepó a mi espalda, al igual que Emma, la gatita más linda del mundo, que sonrió al ver a mi amado trío de hámsters, y la gallina que decidí adoptar cuando era muy pequeña, se acercó a nosotros cacareando, y todo fue luz, ladridos, ronroneos, caricias, narices húmedas, plumas y risas.

-Abre los ojos.

-¡Gracias!

-Te lo dije, estabas de suerte.

-Me regalaste un instante eterno maravilloso.

-Asi es.

-¿Los volveré a ver?

-Verás, yo no hice nada, «cierra los ojos y cuenta hasta tres» fue la llave, pero la puerta la abriste tú, por lo que puedes volver a abrirla cuantas veces quieras.

-¿Estás seguro?

-En lo absoluto, ya te lo dije, yo no fui el causante de tu instante eterno, mírame, soy un ganso, no un mago y debo emigrar.

-No comprendo porqué llamaste mi atención con tus psst si ahora me dices que tú no hiciste nada. Además, eres un pato, esto es absurdo.

-Soy un ganso, no un pato, ten más respeto; no obstante, admito que tienes razón; en fin, como sea, abandono tu zoelandia para emprender mi vuelo.

-Espera, mi chaqueta.

-¿Qué con ella?

-No es sintética amigo ganso.

-¿Te sientes culpable porque eres animalista?

-Asi es.

-Soy un ganso, no un grillo.

-Aludes a mi consciencia, eres muy sabio.

-Aludo a cualquier grillo, a mí no me incumbe tu consciencia, me marcho, good night my lady.

En efecto, el ave aleteó y se encumbró por los aires. Lo contemplé unos segundos sin entender lo ocurrido; sin embargo, nada perdía con intentarlo nuevamente. Ilusionada, me concentré con todas mis ansias, tomé aire, cerré los ojos, conté hasta tres y… todo fue luz, ladridos, ronroneos, caricias, narices húmedas, plumas y risas.

Océano Insondable

 

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El hombre sentado frente a mí, miraba el suelo con ojos fijos y obsesionados. Su mente, roída por una idea, al igual que una manzana roída por un gusano, devoraba su lógica, guiándolo al barranco de la locura. Contraseñas, su vida se había transformado en un lío de contraseñas tan elaboradas, que ya no solo cumplían la misión de resguardar su seguridad ante terceros, sino que, paradojicamente, ante su propia existencia. Como si él fuese un antiguo disco de vinilo, y se hubiera rayado de tanto repetir la misma tonada, absorto, murmuraba una letanía de palabras y números, absurda e inentendible. Todo indicaba que el matiz de sus claves, cada vez más rebuscadas, habían agravado sus síntomas neuróticos, conduciéndolo a su actual estado; sin embargo, algo en ese desconocido me inquietaba de sobremanera.
-Es uno de mis pacientes más singulares -me informó su médico-, admito que es mi primer caso con este tipo de patología.
-Es el primero de muchos, la mente humana es un océano insondable -dije en voz alta.

Al instante, una risita escalofriante brotó de la garganta del hombre, que en un frenético in crescendo, entre carcajadas maniacas, exclamó:

-¡Mi contraseña, recuerdo mi contraseña, basta de captchas, yo no soy un robot, soy una persona y no necesito claves para acceder a mis pensamientos, lo sabía, siempre lo supe!

Y volteando su cabeza hacia mí, me observó con ira, y en un acto casi profético, sentenció:

-OcéanoInsondable348, esa es mi contraseña; y tú, ¿aún eres mi hijo o ya olvidaste tu contraseña para recordarme?

Un final y un comienzo

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No me pregunten cómo, pero estoy atrapado en un  laberinto de espejos. Trato de imponer mis pensamientos lógicos para no caer en la locura, pero no logro conseguirlo y paso los días recorriéndolo, en una incesante búsqueda para hallar una salida, pero en cada vuelta o giro que doy, en lugar de una puerta, me encuentro con mi propia imagen repetida mil veces. Qué absurdo; reconozco que hubo instantes en los que disfruté contemplando mi reflejo, pero ahora éste me intimida. A veces no sé si él es la persona y yo el reflejo, o si él es la víctima y yo el victimario, entrelazados de forma indisoluble por un amargo castigo impuesto por el destino. Quién sabe, tal vez mi vida siempre fue así y mis recuerdos sean solo un sueño, uno que yo no elegí, pero que acepté soñar, ya ahora mi laberinto, cuyos espejos parecían hechos de un líquido cristalino, se ha vuelto opaco y mi escasa razón, o lo que queda de ella, se triza al igual que los espejos, cuando, en un arrebato de cólera, los golpeo por pedir socorro. Sé que es en vano, pues nadie de ese mundo que tanto me detesta, pero que yo añoro con vehemencia, se apiadará de mí e ignoro qué pasará conmigo; pero, momento, escucho pasos, al parecer alguien decidió acudir a mis llamados, pues acaban de abrir la puerta por la cual lo hubiese dado todo y ahora distingo una silueta. Loado sea el cielo, entre los llantos de un recién nacido se alza una voz.

-Mañana, a las 11 en punto, será decapitado. Que Dios se apiade de su alma.

Finalmente nada fue un sueño. Al menos ya no me rodean los espejos y esto ha vuelto a ser lo que siempre fue, una pesadilla oscura y silenciosa que no me retendrá cuando mañana deba subir hacia el cadalso para otorgar, al que fuera mi pueblo, el triste espectáculo de mi ejecución. No siento miedo, ya es tarde para enmendar el crímen del que se me acusa y rezo para que mi alma y todo lo que se reflejó en ella, se libren del infierno, ese que Dante describió tan bien y que ahora parece estar hecho a mi medida: «yo hice de mi hogar, mi patíbulo».

Daban las 11 de la mañana, cuando los tres tiempos convergieron: el pasado, con un rey destituído, que entre el retumbar de los tambores y los insultos de la multitud, airoso subió al cadalso; el presente, con el sol reverberando contra el filo de la navaja, reflejando el instante preciso de la ejecución; y el futuro, con los llantos de un recién nacido, destinado a ser un rey destituído, que entre el retumbar de los tambores y los insultos de la multitud, airoso subirá al cadalso, reflejando, a las 11 de la mañana, el comienzo de una revolución.

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El 17 de enero de 1793, Luis XVI, rey de Francia, fue condenado a muerte por la convención revolucionaria con el veredicto «muerte, sin frase», una explicación tan desconcertante, como la que viviera Josef K en la novela El Proceso, de Kafka. Visto desde ese punto, situarse en las emociones de Luis Capeto, hombre de buenas intenciones, pero de poco carácter, que vivió rodeado de lujos, de salones y galerías con espejos, por una condición que él no eligió, resulta abrumadora. Pensar en él, siendo trasladado desde la prisión del Temple hasta la plaza de la Concordia, para ser guillotinado en público, sin perder la compostura y con una firmeza que impresionó hasta a su propio verdugo, el famoso Sansón, es evocar a un hombre que, al margen de su papel histórico, supo afrontar sus últimos momentos con una dignidad admirable.