Quiero agradecer a RCAG y a aquellos que me leen, por otorgarme un premio Liebster, a través de otro premio. Es uno que ya conocen y que nació de mi fructífera imaginación: El premio del Bingo
Los sucesos que pretendo contar a continuación se dieron de forma tan vertiginosa, que si mi memoria no fuera como una manta de patchwork y cosiera mis recuerdos como retazos para mantenerlos unidos, ya los habría olvidado. Puede parecer absurdo, pero recordar a un recuerdo, no es fácil y éste, es uno que deseo conservar. Todo comenzó cuando envejecí. El mundo daba por olvidada a mi generación y el día que cumplí 95 años, supe que era el momento de hacer mis maletas, despedirme de los parientes, no así de mis amigos y largarme para recluirme junto a los amigos de los que no me despedí, porque en cuanto abrí la puerta de la residencia para ancianos, me estaban esperando para darme la bienvenida. Fue un reencuentro grato y emotivo, evocamos nuestras locuras juveniles y un sinfín de anécdotas, como cuando perdí un concurso de baile por torcerme un tobillo y el juez me descalificó por enojón. Pasadas las risas, me pusieron al tanto sobre las actividades recreativas del lugar, de las cuales todas, excepto el bingo, me interesaron. Eso de rellenar un cartón, en pos de un set de vasos de plástico no me atraía para nada, pero mis amigos, intercambiando miradas de complicidad, insistieron en que una vez me enterara del premio, cambiaría de opinión. Por respeto a ellos, acepté su invitación para jugar al bingo y ese sábado por la noche y con mi opinión sin cambiar en lo más mínimo, de pronto un hombre que irradiaba vitalidad, irrumpió de la nada, junto a una muchacha que supuse era su asistente. Él sonrió y mientras la joven, que, en efecto era su asistente, nos repartía los cartones con sus respectivas fichas, el destello de su envidiable dentadura iluminó el salón, hasta transformarla en una discoteca de los ’70, El piso, otrora de parquet, ahora era un sinfín de patrones lumínicos, y una inmensa bola de espejos reemplazó al tubo fluorescente instalado en el techo. Sentí una oleada de adrenalina cuando, en medio de una música que me fascinaba, mencionó el premio y con el corazón a mil, me desplomé víctima de un desmayo o de un paro cardiaco. Desperté segundos después, creyendo que todo había un sueño o que había muerto, pero no era así, y mientras el hombre se aprestaba a tomar el micrófono para cantar los números que, uno tras uno, su asistente fuera extrayendo de la tómbola, murmuré:
-Vaya bingo, el locutor parece galán hollywoodense y el premio desafía toda lógica.
Pero mis amigos me hicieron callar, expectantes por oír el primer número. Los observé apretar las mandíbulas y las manos con las que sostenían sus fichas, como si fueran pilotos de Fórmula Uno y no un grupo de vejetes, presurosos por rellenar un cartón de bingo. Intenté ponerme en sintonía y fingiendo apretar la mandíbula, me ajusté las gafas y esperé. La tómbola giró y el primer número extraído fue el 11, lo marqué, el segundo fue el 7, también lo marqué y el tercero, cuarto, quinto y sexto, también los marqué. Era increíble, esa tómbola arrojaba todos los números que necesitaba para completar mi cartón, y cada vez que ponía una ficha, exclamaba un sí o un yeah, avivado por mis amigos que aplaudían mi posible victoria, pero el entusiasmo se convirtió en suspenso cuando estaba a un número de completar mi cartón. Rogando para que la tómbola arrojara un 72, cerré los ojos y mientras apretaba no solo mis mandíbulas, sino el cuerpo entero, escuché la melódica voz del moderador decir mi número y al instante puse la ficha, me levanté y eufórico, levantando ambos brazos, grité biiiiingo. Quién no lo haría, el premio era tener 21 años durante 12 horas y reevaluando mi opinión sobre el bingo, tomé de la mano a la joven asistente y al son de la música de Fiebre de sábado por la noche, sin torcerme un tobillo ni ser descalificado por nadie, bailé con ella durante toda la noche, siendo uno de los mejores retazos del patchwork de mi memoria.
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