El hombre redundantemente inepto y la pareja perfecta

La incógnita que debía resolver era si Steve y Olga, realmente, a pesar de su belleza, su juventud y sus gustos afines, estaban hechos el uno para el otro. Para despejar y aclarar las dudas de un posible timo, opté por situarme en la directriz correcta, recapitulando los hechos desde un comienzo. Para partir, técnicamente, ambos se habían conocido a través de Instagram y Steve, hombre caucásico, de facciones finas, ojos marrones y mirada soñadora, que gustaba cambiar el color de su cabello, pues en algunas fotografías se le veía con el cabello rubio, largo y liso, capciosamente vestido de blanco y montando un caballo, también blanco, en contraste con sus otras fotos, donde lucía la tez bronceada y el cabello color castaño oscuro, tempestuosamente revuelto por el viento, armonizaba con el estilo de Olga, una mujer de tipo también caucásico, alta y curvilínea, bello semblante, cabello negro y frondoso, cuyas fotos, tal vez, solo tal vez, eran un poco o excesivamente provocativas, con respecto a las de Steve. Sin embargo, después de recordar mis añejas aventuras pasionales, concluí que, a quién le importaba, el amor es no vidente por antonomasia y nada había de criminal entre la relación amorosa de Olga y Steve. A fin de cuentas, si ambos sublimaban sus sentimientos, dedicándose versos de amor que parecían ser escritos por arcángeles y querubines alados, era gracias al poder de sus sentimientos, tan emotivamente comparables a los de Calixto y Melibea, Romeo y Julieta o Abelardo y Eloísa y nadie tenía ningún derecho a entrometerse. No obstante, me parecía sumamente extraño que, a pesar de su mutua y abnegada veneración, algo insólita, lo reconozco, ellos nunca concertaran ningún tipo de encuentro y más extraño aún, era que Steve fuese idéntico al actor Orlando Bloom y Olga, a la actriz Monica Bellucci y muchísimo más extraño, incluso descabellado, era que Steve era una mujer de 35 años, llamada Ana y que Olga, era un hombre de 50 años, llamado Juan. Deduzco que debido a estos indecorosos e ínfimos detalles, ellos evitaban verse frente a frente y preferían saciar sus ímpetus amorosos por medio de poemas, todos producto de su inconmesurable agonía y para cerrar el caso, dada mi condición de detective privado, al que alguien, no recuerdo quién, solapadamente, me contratara para investigar las correrías de la pareja, instado por la curiosidad de mi profesionalismo y para no dejar ningún cabo suelto, resueltamente, busqué por Google: “Yo no nací sino para quereros; mi alma os ha cortado a su medida; por hábito del alma misma os quiero”. Atónito y, absolutamente, escandalizado, descubrí que ese verso formaba parte de un afamado soneto, escrito por un sujeto que se hacía llamar Garcilaso de la Vega. Finalmente, ya despejada la primera incógnita, el caso había tomado un giro inesperado y me hallaba ante la interrogante más díficil de mi carrera, ¿cómo y por qué los versos de Olga y Steve habían sido, sospechosamente, plagiados por un impostor de Neruda?

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