Tres gatos cotidianos

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R. Magritte

I

Este hombre, al que llamaremos “anónimo”, consciente de pertenecer a una especie minoritaria; esto es, inmune a los estándares y a las ideas preconcebidas, entre los puntos y líneas de sus propios trazos, dibujó una puerta de entrada a un mundo surrealista y para no dar pie a preguntas inútiles, que solo ameritaban respuestas aún más inútiles, después de dibujarla, la protegió, sumiéndose en el más silencioso de todos los silencios. Solo por retazos de conversaciones o por algún comentario dicho al azar, lo único sabido sobre él era que, aparte de dibujar, ser joven, guapo y soltero, vivía junto a sus gatos de nombre Magritte, Kandinsky y Klee. Se dice que un día, cosa rara en él, bostezó; sin embargo, ¿el suyo había sido un bostezo o un proyecto de bostezo, sin vida y vacío? Al parecer, no había sido ni lo uno ni lo otro, porque donde antes estaba su cabeza, ahora estaba una manzana, y ellas no bostezan.

II

-Mi cabeza, necesito recuperarla. La última vez que la tuve sobre mis hombros fue antes de bostezar, pero no comprendo que me ha sucedido. Es obvio que puedo pensar, porque estoy pensando y que puedo ver y oír, pero ¿podré hablar? -me pregunté intentando poner mis ideas en orden.

-¿Le sucede algo? -me preguntó una transeúnte, bloqueándome el paso.

Obligado a detenerme, constaté mi imposibilidad de hablar y negué con la cabeza.

-¿Está seguro?

Asentí con la cabeza

-No lo tome a mal, pero que bien le sienta esa manzana verde -me susurró la mujer en tono lascivo-, combina con el color de mis ojos, ¿lo sabía?

Algo más sereno, pero sin ánimo de flirtear, me hice a un lado para reanudar mi caminata, asunto que ella no quiso interpretar como una negativa y, siguiéndome, volvió a susurrarme en el mismo tono:

-Me gustan los hombres conceptuales como tú, ¿me invitarías a tomar un copa?

Con ánimo de mandarla al demonio, la ignoré y seguí caminando.

-¡Mojigato, conozco a los de tu clase! -me gritó-. Andan por ahí, en plena noche, dándoselas de interesantes, pero son todos unos desfachatados.

Naturaleza muerta -pensé-. Si la forma de su cabeza fuera una fruta, estoy seguro que la de ella sería un durazno, porque su contenido es igual a un cuesco.

III

En cuanto vi un taxi, hice señas para detenerlo, pero cuando estaba por subir, reparé en el detalle de que mi cabeza ahora era una manzana muda, y desistí. Colérico, el taxista me lanzó unas palabrotas, apretó el acelerador y haciendo chirriar las llantas, como si éstas fuesen cómplices de su enojo, se alejó, perdiéndose entre una mezcla de vapores de tubo de escape y niebla invernal que, a trozos, ocultaba la calle. Naturaleza muerta -pensé, con redoblado ímpetu, y sin otra alternativa que seguir caminando, ajusté mi sombrero de hongo, que, por cierto, venía junto con la manzana, y me eché a andar rumbo hacia mi departamento, donde me esperaban Magritte, Kandinsky, Klee, tres gatos que habían decidido hacer de mí, su dueño. De haber tenido mi boca, hubiese sonreído, como cada vez que pensaba en ellos.

IV

Reflexionando sobre el intercambio de mi cabeza por la icónica manzana de Magritte, ya no recordaba ni mi nombre y cruzando y atravesando un sinfín de calles, rectas y curvas, doblé en una esquina y vi a un hombre con bastón y lentes oscuros, quien, al notar mi presencia, como si su brazo se activara por un resorte automático o por algún tipo de secreto engranaje, me extendió un tazón enlozado y rogó -una moneda para este pobre ciego o lo que sea su voluntad. Conmovido y activado por otro tipo de secreto engranaje, busqué en el bolsillo de mi abrigo y dejé caer la única moneda que me quedaba, dentro de su tazón.

-Amarrete -gruñó, el sí vidente, al ver mi donación-. Mejor me hubieras dado tu manzana, ¿no ves que esto no me alcanza para nada? -acto seguido, arrojó la moneda al suelo, que rodando, como si se despidiera del mundo, tintineó antes de ser tragada por un voraz y sucio desagüe.

V

Cabizbajo, seguí caminando y, a poco andar, me estrellé de frente con una muchacha naif cargada de libros, quien ante la fuerza del impacto dejó caer algunos volúmenes. Sin poder disculparme, intenté ayudarla, pero para mi sorpresa ella me dio una bofetada, que hizo girar mi manzana en 180 grados, y tras exclamar -degenerado- se alejó a toda prisa. Un tanto mareado, pero compuesto, seguí caminando; de pronto, un hombre fornido y vestido de negro, emergió de un callejón y, apuntándome con un revolver, me amenazó con la evidente finalidad de asaltarme -no grites y entrégame tus pertenencias- farfulló entre dientes. Temiendo por mi integridad, seguí sus “instrucciones”, pero el matón, al verme de cerca, lanzó un grito y, succionado por el callejón, desapareció. Pasé por alto la ironía de que el que gritara fuera él y no yo, y cansado de sortear tantos líos callejeros, redoblé el ritmo de mis pasos, ansiando llegar sano, salvo, aunque con una manzana por cabeza, a mi pequeño departamento.

VI

En cuanto divisé a mi gato Magritte, asomado al balcón, sentí que él podría ser clave en mi mutación y como un rayo, entré al edificio y me zambullí dentro del ascensor, que resultó ser un inmenso cielo celeste, plagado de nubes. Lo que me faltaba -pensé-, ahora tendré que subir hasta mi piso, brincando de nube en nube, sin percatarme que a mi costado se hallaba la mujer del último piso, una viuda entrada en años, supuestamente elegante y de estilo figurativo, quién entre los vahos de su pachulí y el humo de su cigarrillo, inserto en una boquilla, contempló mi sombrero y sin resistir la tentación, me preguntó si lo tenía a la venta. Aparentando calma, salté a otra nube, no obstante, la viuda, decidida a adquirir mi sombrero, saltó tras de mí, ofreciéndome sumas de dinero, como si yo fuese una codiciada pieza expuesta en un remate. Sin aparentar calma y aferrado a la idea de que mi cuerpo sería ingrávido, me lancé al vacío, dejando inconcluso el exasperante regateo; sin embargo, el estruendo de mi caída, no solo me hicieron recuperar mi cabeza, sino que además me demostraron que no era una óleo sobre tela, sino una persona de carne y hueso. A duras penas, me puse de pie, bajo las miradas expectantes de mis gatos.

VII

-Debo suponer que todo esto fue obra de ustedes -dije con voz firme, reprimiendo un quejido-. Les advertí que no me usaran como objeto lírico, sepan que no es agradable que reemplacen tu cabeza por una fruta, tal vez, para ustedes, sea algo cotidiano, pero para mí no lo es -hice una pausa y continué-. Espero que esto no vuelva a repetirse ¿esta claro? Los tres me observaron con ojos inocentes, y como ofrenda de paz, Kandinsky me entregó su ovillo de lana, que al estirarlo, resultó ser una ilustración abstracta con infinitos círculos de colores, distribuidos uno al lado del otro y uno dentro del otro, tan hipnóticamente concéntricos, que acabo de recordar que soy un hombre llamado Anónimo, que entre los puntos y líneas trazados por otro hombre, crucé el dibujo de la puerta de entrada a un mundo realista, cuando éste, al  bostezar, dejó de protegerla. Sin embargo, ¿el suyo había sido un bostezo, o un proyecto de bostezo, sin vida y vacío?

13 comentarios en “Tres gatos cotidianos

  1. La frase me la llevo
    Bueno, me centraré en recalcar la fluidez al expresar estos mundos, delirar febrilmente en esta dimensión surreal no es más que talento, expresar lo inefable, narrar lo indescriptible, ojalá fuese más largo para estar su mente la tiempo y saber como percibe esas extrañezas llenas de deleite, vaya que has cambiado tu estilo de escribir, mucho más pulido y bien trabajado!

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